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Visita a "otro mundo"

Eucario Pérez Vieytez*

En esta ocasión la Sala Nezahualcóyotl se ve un poco desanimada si tomamos como parámetro el nivel de asistencia del público. La mitad de las butacas están vacías. Es normal, la Orquesta Filarmónica de la UNAM interpreta, como número principal, la Cuarta Sinfonía de Beethoven. Una semana antes interpretó la Tercera, llamada Heroica y la próxima interpretará la Quinta, para la cual se agotaron los boletos hace dos meses. Y no se diga para la Novena; sólo los muy afortunados tienen boleto.

Pero para las sinfonías Primera, Segunda, Cuarta, Sexta y Séptima es posible conseguir boletos hasta 10 minutos antes de la función. La Octava, llamada Pastoral, tiene un lugar entre las muy famosas y las poco escuchadas.

Como de la Cuarta nada conocía, acudí a escucharla. Pasada la ceremonia de la salida del concertino, la afinación de los instrumentos y la aparición, siempre emocionante, del director, comenzó la interpretación.

No les encontré sentido a los primeros compases así que, para concentrarme, decidí cerrar los ojos y atender únicamente al sentido del oído. Casi inmediatamente me vi en un bosque lejos de todo. Era un atardecer. No había nube alguna sino un cielo despejado con algunas estrellas, pocas, pero muy brillantes. Un viento fresco y vitalizante se sentía constantemente.

Los acordes y la melodía de la sinfonía, provocaban que me viera caminando por aquella penumbra. Veía en el firmamento imágenes espectaculares de seres humanos en conflicto, en lucha, en situaciones angustiosas y en actitudes triunfantes, todo ello según lo estimulaba la música a partir del desarrollo de la sinfonía, de sus adagios, de sus allegros, de la presencia de los contrabajos y los violonchelos o de los violines, la violas y cornos.

Perdí la noción del tiempo y del espacio. Verdaderamente estaba asombrado y sorprendido en aquel bosque ante aquellas imágenes indescriptibles. Aunque mi cuerpo estaba en una butaca de la Sala Nezahualcóyotl mi ego, cualquier cosa que sea, estaba lejos, muy lejos, en una dimensión abierta por la música. Tan pronto veía la miseria y las pasiones humanas escenas indescriptiblemente bellas de lo que seguramente era el paraíso, o quizás el cielo.

Hubo un silencio entre el primero y el segundo movimiento de la sinfonía. No quise abrir los ojos por temor a salirme de aquella dimensión. Pero comencé a razonar, contra mi voluntad. Me di cuenta de que esas escenas no eran nuevas para mí. Ya las había visto antes. ¿Acaso eran recuerdos de vidas pasadas? No me pareció razonable.

Conquistador
Volvió la música y reaparecieron las imágenes, pero la duda de por qué me resultaban conocidas comenzó a contaminar las visiones. Y entonces caí en la cuenta. Esas imágenes ya las había visto hacía mucho tiempo en una colección maravillosa: La Divina Comedia, ilustrada por Gustavo Doré. Así era, lo que veía eran el bosque, el cielo y el infierno de los grabados de Doré. Pero ahora adquirían vida con la música de Beethoven.


La viveza y la belleza de las imágenes continuaron a pesar de que ahora ya intervenía el razonamiento. La música y no Virgilio, ni Beatriz, me llevaban al Infierno y luego, abruptamente, al Purgatorio y al Cielo. Fue una experiencia única y maravillosa. Duró hasta que terminó la sinfonía. Mientras el público aplaudía yo, sin abrir los ojos, me di cuenta de la razón de ese viaje a un extraño "más allá": había conjuntado, sin intención, a Dante, a Doré y a Beethoven. Era imposible que no fuese una experiencia extraordinaria.

Abrir los ojos fue regresar a la Sala Nezahualcóyotl. Me pareció un mundo extraño. Seguían los aplausos. Fue entonces cuando mi esposa, en la butaca inmediata a la mía, se acercó a mi oído y me dijo:

-No te duermas en los conciertos, te ves muy mal.

*Estudiante mexicano del Taller de Crónica Literaria.
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México.


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