Viaje a través del "Vacío"
Katherine Koster*
El verano acababa de empezar y nos dirigimos a algún lugar en el centro, a un lugar que no puedo decirles. Caminamos a la estación; sé que era unas semanas antes de que el matrimonio de mis papás estallara. Unas semanas antes, en Los ángeles, había estallado a su vez la furia por el tiroteo de Rodney King del año anterior y la absolución de los cuatro policías que le dispararon en disturbios que incendiaban la ciudad y, hasta cierto punto, incendiaban el espíritu de la nación en esta época. Hasta cierto punto. Chicago no estallaría durante más de dos décadas.
Vivíamos en Oak Park. Oak Park, decía mi papá, era un pueblo de mentes estrechas y pasos amplios. Esto, él me había contado, fue dicho por primera vez por Ernest Hemingway. Está conectado a la ciudad por tres arterias que parecen estrecharse precariamente tras un vacío, el tipo de vacío ilusorio que se puede encontrar en antiguos mapas de colonias. El periférico, un semitubo que pasa por debajo del nivel de la calle, te conduce hasta una vista creciente de los brillantes rascacielos hasta que se cruza el puente y se transporta dentro y a través de lo que era todavía una oficina de correos y después de lo que todavía está allí, el Chicago Board of Trade, y llega finalmente al centro. La línea suburbana, sobre el suelo pero sin paradas y con ventanas de color verde, que te transporta a Oak Park o a la ciudad sin ser expuesto. Y el metro, sobre suelo y con paredes y ventanas grandes y claras, el cual tomaríamos.
Me gustaba tomar la línea suburbana por los dos pisos de su tren y me gustaba tomar el metro por sus fichas y el tintinear de las fichas y los torniquetes giratorios. Mucha gente, decía mi papá, nunca había tomado el metro. Eso, decía mi papá, indicaba cómo era la mente de los habitantes de Oak Park. Eso significaba, yo sabía, que sus mentes eran pequeñas. Aceptaba que, por tomar el metro, éramos insólitos, y por eso me sentía encumbrada y orgullosa.
Chicago vaporiza en el verano, pero las estaciones del metro siempre preservan su temperatura... Aire viscoso, estancado, tibio. Subimos las escaleras de madera vieja y dejamos las fichas --tintin, tintin-- y entramos en el aire humeante del andén y después en el aire tostado por el sol a través de las ventanas del carro. Olía a plástico calentado y metal y sudor y otros olores humanos viejos.
El tren se deslizó de Oak Park dentro del vacío. Entraron pasajeros del vacío. Una mujer con cabello corto, encrespado en un halo salvaje y halos blancos de desodorante. “El hombre lleva una capucha pero hace calor”, le dije seriamente a mi papá. “Observar es bueno”, me decía. Le encantaba que yo hablara de lo que veía y observaba. “Me gusta su cadena. Los hombres de aquí llevan cadenas, pero en Oak Park los hombres no llevan cadenas”, observé. Mi papá asintió pero no contestó.
Miraba a la gente. “Somos los únicos blancos”, observé y quería decir, pero ya había aprendido que hablar sobre el color o el tamaño de las personas era de mal gusto.
Miraba a través de las ventanas rayadas al vacío. En el verano, en Chicago, las plantas crecen y envuelven las aceras y los edificios, parecían respirar sus propias respiraciones húmedas en cada centímetro de verde. Observaba el verde salvaje que envolvía los edificios. Pasábamos frente a unos apartamentos de ladrillo. Los porches traseros y las escaleras de madera se habían descompuesto y se derramaban al azar. También las vallas de piquete, que estaban apoyadas contra malas hierbas y basura. “Papá. Pienso que debemos estar en un barrio malo”, dije.
Parecía que había asustado a mi papá. No lo expresó.
Mi observación era bastante simple, sin descripciones. Intenté de nuevo: “Porque las escaleras allá se están cayendo. Y además el patio está lleno de basura. Y el césped no está cortado”, yo añadí.
Aún mi papá no contestaba.
“Me siento triste”, dije gravemente y agregué: “Por ellos, que viven aquí”, para no sugerir que me sentía triste por la falta de alabanza de mi parte. Pero mi papá parecía aún más nervioso. Por fin, dijo: “No, en absoluto. Y pienso que estas casas son históricas, y deben de ser hermosas en el interior. Con techos más altos que los nuestros, y un bonito suelo de madera”. Ahora comprendí la reacción de mi papá. Mis observaciones eran simples y estúpidas, y no había alcanzado a reconocer la verdad.
“Es un hermoso lugar para vivir. Mira qué hermoso son los jardines”. Señaló unos cuantos lotes abandonados, llena de hierba alta salvaje. “Sí, papá. Es tan lindo que los céspedes se doblan en el viento, un poco hacia este lado, un poco hacia el otro. Creo que es más verde que el nuestro. Y mira. Hay flores también”.
“Sí, se llaman dientes de león”. Este nombre me gustó.
“Y los dibujos, allá, son muy brillantes y coloridos. Hay muchos dibujos aquí”.
Y así seguimos, discutiendo la belleza del innercity hasta que llegamos a donde ahora no puedo decirles. No entendí hasta muchos años después lo que pasó y por qué mi padre se asustó. Pero a pesar de esta revelación tardía, no he podido dejar esta manera de mirar lo que para los Oak Parkers era y es el vacío.
*Taller de Crónica Literaria.
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México.
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