Los nudos que apenan
Sepideh Kheirkhahan*
Después de la oración de la mañana, hizo el té y se sentó ante el telar. Al día siguiente vendrían Rajabali y el señor Vafaei para descolgar la alfombra y ponerle precio. Hacía años que no trabajaba en ello. Las últimas filas del tejido fueron especialmente difíciles. Con cada nudo que hacía se anudaba la pena en su corazón. Recordó las palabras de Nargues: “Rajabali compra nuestros sufrimientos baratos y los vende a los ricos. Nuestras penas se extienden debajo de sus pies”.
Sacó un hilo rojo de las madejas, ingresó sus dedos en el alabeo y comenzó a tejer. Hizo el primer nudo y recordó la primera vez que su padre la llevó al taller de alfombras para que hiciera algo de dinero. De sus lágrimas y la amable mirada de Nargues sentada a su lado, en el silencio donde solamente se escuchaba el sonido del peine, el cuchillo y el maestro que leía las órdenes: “azul va adelante, rojo viene antes del final. Amarillo va primero, diez en blanco. Azul va por tres”. Llegando a las flores amarillas del margen, pensó en su matrimonio, tras el cual dejó de trabajar. Se acordó de su madre, que siempre le decía: “cada vez que tejes una flor en la alfombra, la plantas en un jardín de lana. Por lo mismo, no hay que pisarla con zapatos”.
Al hacer el último nudo, agarró la tijera y terminó los detalles de la alfombra. Cuando lo hizo por primera vez, su maestro le había pegado fuerte en las manos porque inclinaba la línea del tejido. Desde entonces, nunca más lo hizo.
Terminó. Respiró hondo. Se sacudió y limpió el piso. Al día siguiente vendrían Rajabali y el señor Vafaei y dirían: “¡Esta alfombra no vale más de 1000 riales!”.
*Participante de Hablando y escribiendo en español en Irán: concurso de relatos breves 2024
Instituto de Lengua Española Alborz (Irán)
Instituto Cervantes de Ammán
Embajada de México en Irán
CEPE-UNAM, Ciudad de México
Imagen: Maxivillus / Freepik
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