Soy extranjero, pero soy chilango
Carlos Manuel Bueno*
Cuando digo que camino a pie regularmente desde la Condesa hasta Coyoacán para mis clases en la UNAM, nadie me cree. Yo mismo casi no me lo creo, especialmente después del cuarto kilómetro, cuando siento un dolorcito en los tobillos. Son diez kilómetros en total, menos de dos horas a pie.
El truco es balancearse, casi caer hacia adelante. Así, la pierna delantera te atrapa. Pero también hay que empujar con la pierna trasera, como si el peso entero de tu cuerpo ayudara al paso. Con eso puedes devorar la distancia. Es un ejercicio de resistencia y una práctica de eficiencia. Es una oportunidad para desconectarse del mundo y conectarse con la tierra que hay debajo. Vas con un pie y luego el otro; un suspiro profundo por ocho pasos. Al final no es llegar a mi destino, sino entregarme a él. Es una forma de meditación muy personal para mí.
Casi nadie mira la ciudad desde la línea diagonal de Insurgentes, esa columna vertebral torcida que la sostiene. Sí, hay otras personas caminando, pero jamás me acompañan más de tres cuadras. Tienen sus propios pendientes, sus citas urgentes. No prestan atención a las urdimbres invisibles y los traumas enterrados en las calles que tejen nuestra ciudad. Enfocados en sus pensamientos, no pueden ver la gran bestia debajo de nuestros pies.
A lo largo de una distancia larga, se vuelve obvio que la ciudad es un animal vivo. Caminamos por la espina de una ballena gigante. Ella nada en el tercer océano, el océano de rocas, abriéndose paso entre olas que solo están congeladas para nuestros ojos efímeros. A veces se mueven...
También vivimos todos en el fondo del segundo océano, el océano del aire. Como los peces no piensan en el agua del primer océano, nosotros no pensamos en el aire del segundo.
Y como todos los animales, la ciudad respira. Lo hace lentamente: un suspiro por día. Yo sospecho que el Popo es su espiráculo. O quizás es un portal al cuarto océano que no podemos pensar sin temblar.
Aun así, la ciudad sigue exhalando, y yo sigo caminando. No hay urgencia. Solo respiración.
Como Auggie Wren, del cuento "Smoke", en mis caminos puedo ver los mismos lugares y las mismas personas en los mismos suspiros cada día. "Buen día, con permiso", le digo al viejo que está barriendo las flores de jacaranda y los cigarros gastados. "Buen día", también les regalo a las chicas en el puesto del tianguis. Y por supuesto, le mando saludos muy cordiales a la mamá del conductor que se come la luz roja frente a mí.
Bueno, la verdad yo grité “¡Mataniños, cabrón!” Y exhalé. Con cada respiración de la ballena, veo las mismas caras, las mismas rutinas... o no. Cada cambio de calle escribe su propio libro. En unos capítulos es la historia de una sobrina que cubre a su tía en el trabajo. En otros, una mujer le grita a su marido por teléfono.
No soy nativo, pero soy chilango. Tengo mi tarjeta del metro con un saldo de 4 pesos, y un mensaje de Telcel que dice que no tengo megas. Y ahora estoy seguro de que no hay una parada que se llame "Plano de Ruta". Aunque a veces soy la única sardina blanca en una lata roja sobre ruedas.
Solo hay dos tipos de transporte público: el que provoca quejas de todos y el que nadie usa. El metro funciona y lo uso, cuando ya no puedo caminar más. Cuando debo ser una sardina más. Aunque prefiero la calle abierta. Quiero llegar y entregarme. Prefiero caminar directamente por la espina de la gran ballena. Y esperemos que ella no decida zambullirse otra vez.
*Estudiante del curso Español 5
Profesor: Rino Torres
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México
Fotografía: Carlos Manuel Bueno
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