La libertad de la Ciudad de México
Jugyeong Lee*
Mi refugio mental siempre fueron los templos budistas, aunque nunca he tenido fe en mi vida. Hoy, en una mañana de un martes totalmente ordinario de abril, decidí buscar un lugar relajante, ya que los sonidos desordenados de mis pensamientos vagaban en mi cabeza.
Cerca de la estación Hidalgo está la Iglesia de San Hipólito. La principal razón por la que la elegí es que fue construida en siglo XVI, poco después de la Conquista. En el mundo budista, los sitios religiosos que llevan más de quinientos años parecen vivir su propia línea del tiempo, y me pregunté si podría sentir lo mismo en una iglesia con mucha historia en México.
Para llegar a mi destino tuve que tomar el metro de Copilco a Hidalgo, pasando 13 estaciones. Me subí al metro a las cinco y media de la tarde, cuando había mucha gente. Siempre disfruto usar este medio de transporte público, porque cada vez puedo ver una gran diversidad de esta ciudad gigante. Ahí, todos son diferentes; nadie se parece entre sí. Ropas distintas, peinados distintos, expresiones faciales distintas, tatuajes distintos, maneras distintas de matar el tiempo en el metro, etc. La lista podría continuar sin fin. A mí me parece que todos tienen su individualidad original y a nadie le importa. Aunque frecuentemente me miran con intensidad, al menos entre ellos no se miran tanto. Pese a todo, pensaba en que el hecho de coexistir todas las diferencias con la indiferencia refleja, quizás, la libertad de esta ciudad. La libertad que sentí me provocó la sensación de paz tanto como la tranquilidad en la Iglesia de San Hipólito.
Ya he visitado más de treinta iglesias y catedrales en México, así que, para ser sincera, su arquitectura ya no me parece tan extraordinaria. Lo que sí me pareció especial fue el ambiente que creaban las distintas personas reunidas ahí. Me senté en una banca de en medio, vaciando la mente, en silencio, escuchando la misa que se celebraba en un idioma extranjero. Los espacios religiosos, para mí, no son lugares de oración sino de silencio y contemplación.
Alguien entró con una bebida en la mano, pasó el rato sin prisa y se fue. Otro avanzaba de rodillas por el pasillo central, con la mirada fija en la imagen sagrada. Después de estar sentada un buen tiempo, al salir, noté a una señora mayor con cuerpo pequeño y cabellos blancos, sentada sola justo a la izquierda de la entrada, frente a un crucifijo. Al principio no me di cuenta, solo la vi de perfil. Pero cuando ella giró la cabeza y nuestras miradas se toparon, supe que estaba llorando.
Su cara, llena de tristeza y los ojos llenos de lágrimas, me dejaron en blanco. Casi por reflejo, di la espalda y volví a mirar hacia el fondo, donde el sacerdote seguía bendiciendo a los creyentes. Mientras escuchaba su voz, no pude evitar repetir para mí, con impaciencia: No llore, todo irá mejor. Quería tomar su mano, la que usaba para secar las lágrimas, y decirle eso. Pero… ¿no sería también una falta de respeto atravesar el duelo ajeno?
Finalmente, me giré. La anciana, que lloraba sola, ya no estaba, como si nunca hubiera estado ahí.
Cuando salí, un gentío estaba bailando con la música animada constante de la calle. Las personas se miraban y sonreían, disfrutando juntas del atardecer. Me parecía que dos mundos completamente distintos coexistían sin ningún problema, separados solo por una puerta. El sufrimiento inevitable que nos trae la vida y la ligereza con la que logramos superarlo.
Me gustaron profundamente ambos mundos de México que conocí hoy, al igual que me encantó esa convivencia de la diferencia y la indiferencia. Creo que esa forma de coexistencia puede definir la libertad de esta ciudad, y será algo que extrañaré por mucho tiempo cuando regrese a mi país.
*Estudiante de Corea del Sur del curso Pedaléalee: letras en bicicleta
Profesor: Eliff Lara
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México
Imagen: https://mexicocity.cdmx.gob.mx/
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