Entre Ánimas y Amistad
Isabelle Tibi
Habana, octubre del 2004.
Fue por el hambre por lo que conocí a Zoila y por el hambre volví a verla al día siguiente.
Estábamos recorriendo las calles de La Habana vieja, mi compañero y yo, a la velocidad cubana. Despacio. Despacio íbamos, bajo el sol, a lo largo de las paredes coloradas, viendo cada detalle; el pelo cómico de unos perros, la cola de un gato blanco que pasaba por una puerta entre abierta, una mano saliendo de una ventana para pasarle una tortilla a alguien que esperaba en la calle, dos viejitos viendo la tele en su casa, una mujer vendiendo café, niños jugando en la calle.
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Nos parábamos de vez en cuando para hablar con los niños que querían que les tomáramos su foto. Otros nos preguntaron por qué estábamos tomando la foto del árbol que estaba creciendo por dentro de una casa sin techo medio abandonada, y cuya ventana estaba atravesada por las ramas del árbol. Después de unas horas de caminata desordenada, nos había dado hambre y nuestra búsqueda de un platillo amigable a nuestras carteras había dado pocos resultados. Los 25 dólares que nos querían cobrar por una langosta casi me habían quitado el hambre que tenía.
Fue en ese momento que vimos a un hombre parado en la calle, comiendo los míticos moros y cristianos con carne de puerco en un plato sencillo de plástico. Lo único que hizo cuando le preguntamos cuánto le había costado su comida fue dejar el tenedor y levantar el índice, sin dejar de masticar, para indicar la maravillosa cifra de “un”. - Allá - añadió, señalando la puerta de una casa. Es así que entramos en la casa de Zoila, donde, entre magia y religión, se come arroz, se toma café, se platica de la vida, de la salud, de los abuelos y del Che.
Zoila es la curandera de su barrio. Es lo que empecé a entender cuando ella me dio mi comida de moros y cristianos con puerco.
-Tú, ¿comes bien? - me preguntó sin rodeos.
Casi no me escuchó cuando le dije que sí. Ya me había pedido que me levantara de la silla. Sus manos querían escuchar mi cuerpo. Según ella, yo era demasiado blanca, me veía cansada y la forma de mi clavícula era exageradamente protuberante.
-Tú comes, pero la comida no te nutre- declaró de repente y auscultándome la panza, añadió que tenía una infección del Gran Simpático. En aquella época, no podía enorgullecerme tanto como para decir que la palabra Gran Simpático formaba parte de mi vocabulario en español, así que le eché a mi compañero una mirada inquisidora. Apenas Zoila me vio puesta al corriente, siguió con sus teorías y en menos de un minuto me había propuesto volver a la mañana siguiente para que ella me curara.
-En ayunas. Es un puro masaje de las glándulas que tienes justo arriba de los tobillos. No te cuesta nada. Yo lo hago porque no puedo no hacerlo. Si veo a alguien que está mal, mi papel aquí es ayudarle.
Mientras hablaba, iba y venía, su cuerpo pulposo recorriendo con movimientos ondulados y rítmicos los tres pasos que separaban el comedor de la cocina. Ahí iba, para preparar el café, y luego volvía a la mesa para quitar los platos. Zoila es una de esas personas que son como son, y desde ese entonces, la quise conocer más. Y conocerla más quería decir dejarla enseñarme quién era. Hay unos momentos cuando uno viaja que no se pueden prever. Una puerta se abre. Uno entra pensando comerse unos moros y cristianos e irse sin pedir nada más. Sin embargo, las cosas no pasan siempre así y a veces es difícil voltearles la espalda, pues la curiosidad también es hambrienta. Así que fue por el hambre por lo que quise volver a la casa de Zoila al día siguiente.
A la mañana siguiente llegué a casa de Zoila con la enfermedad perfectamente puesta en la cara. El trayecto en bici a lo largo del Malecón a las siete y media de la mañana no había dejado que me asoleara el rostro de cara pálida que siempre traigo y, mejor dicho, creo que iba todavía más blanca que el día anterior, por el maldito ayuno que requería el tratamiento de mi Gran Simpático. Desde la calle, vimos a través de la puerta entreabierta el sofá del salón donde, el día anterior, hablaba una muchacha por teléfono mientras estábamos platicando con Zoila. Ahora en su lugar había una mujer extendida sobre los cojines, boca abajo. Es que Zoila le estaba aplicando su masaje de las glándulas que tenía justo arriba de los tobillos. Era gratis, porque ella quería ayudar a la gente. Era su papel.
Por lo tanto, tuvimos que esperar sentados en la entrada de la casa a que la curandera terminara el tratamiento del Gran Simpático o, pensándolo bien, de cualquier otro trastorno que pudiera traer esa mujer desconocida, cuya cara no podía ver porque había desaparecido completamente en el cojín del sofá. Tuve de inmediato la impresión de que cada persona que recibía un tratamiento de Zoila lo recibía en las famosas glándulas justo arriba de los tobillos, y eso, independientemente del supuesto problema que tenía. Pero en realidad eso no me molestaba y, de hecho, en ningún momento de nuestra estancia en casa de Zoila se me ocurrió preguntarle si la mujer también tenía el mismo problema que yo. De ninguna manera quería ironizar la situación o indicarle que dudaba de su obra; aun cuando, por supuesto, cuestionaba los resultados médicos del tratamiento, estaba convencida de su importancia.
La mujer sin cara volvió a tener una cara, saludó a todos y se fue a la calle ruidosa del barrio. Eran las ocho de la mañana y ahora era mi turno con Zoila, por fin me iba a “pasar la mano”, es decir, a darme el tratamiento. Mientras operaba, sentí la maravilla del momento. Uno viaja para relajarse y yo, desde luego, iba relajándome cada segundo que pasaba. Pero yo viajo además para tratar de sentir, por lo menos un poco, cómo vive la gente del lugar que visito. Es una cuestión de curiosidad, de ganas de salir de mi esfera personal y de mi propio punto de vista y, en definitiva, es una cuestión de respeto. Yo no puedo pisar una tierra sin tratar de entender una parte de su realidad. El viaje que hace uno aplicando ese método es tan satisfactorio.
Claro, habría podido quedarme encantada aun sin la tacita de aceite que me dio de tomar, con mucha seriedad, mi bienhechora para completar el tratamiento. Ahora bien, este detalle estaba incluido en mi “package” de viaje y, asimismo, los tres brincos que me pidió la Zoila para cerrar nuestra sesión. Me paré a cumplir el hecho. -¡Así no!- comentó ella y se puso de inmediato en acción. -¡Así! ¿Ves? tienes que saltar bien fuerte, y aterrizar en los talones-. Yo estaba descalza, por lo tanto no me gustó particularmente ese último y vibrantísimo detalle, pero parece que a Zoila sí le gustó porque luego concluyó que yo me veía mucho mejor que antes, gracias al tratamiento y, desde luego, al brinco enérgico.
Se lo agradecí sinceramente y le pregunté si podía dejarle un poco de dinero por el servicio. -Eso, es mi santo quien te lo dirá- dijo la mujer, enseñándome con la mano una mesita en la esquina del comedor. Allá vivía su santo, una figura “crística” acompañada por velas y otros objetos del culto de la santería, bien popular en la isla. Mientras depositaba mis pesos en la mesita escuchaba a la gente de la calle. Unos que pasaban le gritaron un saludo a Zoila. Era muy conocida en su barrio y ahora yo también la conocía. A pesar de que nuestra comunicación no era tan fácil, entre mi español y su acento cubano, mi francés de Canadá y su francés criollo, aprendido con su abuelo nacido en Haití, logramos intercambiar algo de bueno y así conocí a una mujer original que nos dejó entrar en su casa, comer y platicar sin hacernos sentir tanto que éramos turistas. Éramos gente y basta, y ella amaba a la gente. Era su asunto. Amaba también al Che. Nos había platicado de él el día anterior, enseñándonos su foto.
-Qué tristeza cuando se murió- dijo- y yo, desde ese día, he dejado de celebrar el cumpleaños de mi hijo porque el Che se murió justo en la misma fecha. Mi compañero le había tomado una foto de su foto del Che y ahora le pedía su dirección para mandársela. -Claro- contestó la curandera. -Escribe: Zoila, Ánimas 255, entre Crespo y Amistad, Centro Habana, Cuba.
* Estudiante canadiense, Español Avanzado 1
UNAM-ESECA en Gatineau, Québec, Canadá