LOADING

Un día de caza en septiembre

Yvonne Fournier

¿Serían verdaderamente las 4:30 de la mañana? ¡Sí, sí eran! Tenía prisa por apagar mi despertador, porque quería entrar a los baños antes que los cazadores. Me dirigí allá con los ojos casi cerrados, me lavé con jabón y desodorante especiales para esconder los olores humanos antes de vestirme con ropa interior y calcetines de invierno, recubriendo todo con mi ropa de camuflaje. Me aseguré de que el cuchillo estuviera en el estuche suspendido de mi cintura a la derecha y que, a la izquierda, mi estuche de balas estuviera lleno.

Encendí la cafetera porque no puedo ver nada sin café…

Ahí llegaron, uno tras otro, muy lentamente, los tres cazadores: mi papá, mi tío y mi cuñado. Desayunamos juntos en un silencio de sonámbulos cuando llegó el guía para verificar el plan de caza para este primer día. Al exterior llovía a cántaros y el viento aullaba con mucha fuerza. Reacios, nos calzamos con botas de caucho enfurtidas y nos pusimos los ponchos impermeables; faltaba recoger las armas y esperar el camión. A las seis salimos del pabellón de caza para montar en el camión del guía que nos llevaría al territorio de caza. Atravesamos la primera rama del río Martín y primero bajé del vehículo en la rivera oeste frente a mi camino de caza para ese día.

La senda subía verticalmente hacia el bosque. Cuando estuve entre los árboles, ya no oía el viento, sólo la crepitación de gotas de agua cayendo de rama a rama al fondo del bosque. Mis lentes se empañaban, la mira telescópica se empañaba y mis manos se enfriaban poco a poco. Pero, con todo, daba pasos pequeños y caminaba cautelosamente para que los venados no me oyeran. Con el tiempo me asimilaba a la naturaleza escuchando cada ruidito, acechando cada movimiento, cada hoja que caía, cada ardilla roja que saltaba, cada tocón que parecía un venado acostado…

Después de una hora y media, en un recodo del camino me hallé en frente de dos venados. Debí quitarme los guantes goteando y las tapas de mira empañadas para ver suficientemente antes de disparar y… el corazón se me salía del pecho…miré a un venado, quité el seguro, presioné el gatillo y…los dos venados se fueron deprisa. No le había disparado a ninguno. Me regañé porque, con mi excitación, había mirado la cabeza en lugar del cuerpo del venado, un blanco demasiado pequeño para mí cuando la carabina no está apoyada. Desalentada, descargaba la carabina cuando un tercer venado saltó en el camino, me miró un instante y salió corriendo detrás de sus amigos rumiantes. Me regañé otra vez por falta de preparación. Perseguía mi camino con la cabeza baja tratándome de mala cazadora. Así transcurrió la mañana, después no vi nada más.

Al mediodía me senté sobre un árbol caído frente a un calvero musgoso, perfecto para los venados buscando alimentos. Era la hora para descansar, comer y beber algo también. Ya no llovía, las aves volaban de rama en rama, piando y, probablemente, advirtiendo a todos los venados que ahí se ocultaba una cazadora. A pesar de todo, dormí un poco antes de volver a la caza.

La tarde pasó como la mañana. A las cuatro me escondí en un bosque detrás de un árbol caído para esperar a los venados que saldrían al crepúsculo. A las cinco y cuarto un montón de plumas grises aterrizó a menos de un metro de mí. No me atrevía a moverme por el temor de espantarlo. En ese momento oí un silbido a mi lado y un eco se oyó en un árbol muy cercano. El montón de plumas grises se movió y dos ojos amarillos almendrados empezaron a cambiar en platos redondos y penetrantes para fijarse en mi cara. La competencia de miradas fijas fue lanzada. ¿Quién dejaría de verse primero? ¿Yo o el búho? Durante quince minutos nos miramos, hasta que ya no podía más y prorrumpí en risas. Despechado, el búho echó a volar hacia un árbol del otro lado del camino. Las dos aves empezaron a silbar continuamente hasta el anochecer, de manera que todos los venados sabían dónde estaba. Sin duda se dijeron que si yo podía desarreglar su territorio de caza, podían hacer lo mismo conmigo.

De noche salí del bosque con las manos vacías… pero los ojos del búho relucían en mi cabeza. Después de todo, quedaban tres días más para hallar mis venados. Las comunicaciones con búhos son más raras y preciosas.