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Nuestra pasión silenciosa

Guillermo Mendizábal
Guillermo Mendizábal Rico, 38 años, editor, escritor y analista político mexicano. El cuento que se presenta forma parte de un libro en preparación.

Cuando me dijo venga un momento por favor, Sonia, le voy a dictar, supe que, como de costumbre, Pedro y yo nos encerraríamos un largo rato en su oficina, sin llamadas, envueltos en la cálida intimidad de su territorio nuestro, ambos en la mesa de trabajo y él hablando como al vacío con gesto concentradísimo, su mirar firme y penetrante recorriendo mi cuerpo con gozosa lentitud: senos, piernas, cuello, labios y por fin los ojos. Ahí es detenerse larga, profundamente, en el placer mutuo de la posesión. Yo no miro el cuadernito de taquigrafía: acudo al rostro de Pedro, visito su cuidada belleza y me detengo después en el tórax musculoso, en las manos velludas, en la dulzura toda de la piel apiñonada. Nos hablamos tanto sin una sola palabra, nos damos tanto con sólo contemplarnos. Es un ritual dulce y encantador, coronado por algunos minutos de silencio anhelante, las vistas entrelazadas hasta que me pongo de pie y camino rumbo a la puerta. Pero hoy me regresé antes de salir y, tomándolo de las manos, me atrajo hacia ella y sus labios fueron a los míos. La estreché con fuerza, nos besamos mil veces y la fui desnudando con calma. Conocía bien su cuerpo desde fuera y me gustaba, pero fue mejor saborearlo y confirmar mis intuiciones. Se dio sin reservas y su gozo fue mi mejor aliciente para seguir. Es una mujer hermosa y esperé mucho ese momento. Busqué atraerla y provocar que tomara la iniciativa, pero tardó tanto en hacerlo. La miraba mucho, intensamente y de manera directa y expresiva, casi retadora, despojándola con la mente de la blusa, el brasier, las medias, la falda, para después ir a la boca y a los ojos. Me hipnotizan sus ojos: grandes, brillantes, juguetones, tremendamente seductores, de un precioso verde claro que parece el de una hoja en primavera, y es rico meterme en ellos, diciéndoles que no tienen secretos para mí. Claro que no es cierto, pero tengo facilidad para ese tipo de cosas. Y el contraste con la vasta cabellera negra y brillante y con la blanquísima piel, de una extraña blancura sólida. Su belleza me deslumbra y no encuentro en ella sino armonía y equilibrio. Ahora cambió todo y en realidad no entiendo gran cosa, excepto que por fin me besó y la descubrí completa. Fue una buena experiencia, pero no sé qué pasará después, no se vaya a enamorar como damisela, aunque no me parece. Entenderá que se trata de pasión y sólo eso?

A veces me desespera con su Sonia esto, Sonia aquello, ayúdenos aquí, resuelva tal cuestión, quédese localizable, esto es urgente, pero lo quiero y me gusta: lo he observado muchas veces aliviando situaciones tensas con un chiste y grandes carcajadas a manera de mudanza, de final renovador que vuelve a poner todo en su lugar y entonces el tono amable, cordial e insistente tan característico de los hombres cuyo trabajo, más que el modo de vida y el desarrollo profesional, representa una expresión auténtica de su naturaleza íntima, de su ánimo por asentarse en el mundo exterior, ese incómodo pulpo descolorido. Es como si gozara luchar con él, irlo ajustando paso a paso. Durante las reuniones de directorio, en las que se discute el futuro de la empresa y cada participante busca lucir lo mejor de sus capacidades, casi veo las manos etéreas de la mente de Pedro tomando los hilos de cosas que están ahí pero no son formulables y no pertenecen a nadie: sólo flotan entre todos en espera de ser atrapadas por alguien. Las toma y las baja hacia su regazo, huyendo unos minutos de las peroratas de los demás para observarlas con calidez y atención, envolviéndolas en su dulce sonrisa. Las acomoda, les da varias vueltas decididas y por fin sale de su letargo; entonces, sonriendo con un aire distante y divertido, espera con paciencia oriental el momento de hablar: a mí se me ocurre que podríamos... y estupefacción generalizada, aire de fiesta, qué buena idea, sí, eso es lo mejor, excelente. Contento, detiene en cada uno de ellos y ellas la mirada penetrante, ese gozoso ya te vi que parece atravesar las máscaras y acudir a lo más profundo de los demás, al ser que se esconde bajo ropajes, estatus y competencia. Después se pone de pie y, acomodándose el saco, les pide, dueño de la situación, que piensen todo lo dicho: sesionarán al día siguiente a las diez, para tomar decisiones. Nada de esto me interesa por sí mismo, sino como el conjunto de signos que trazan a los seres y sus encuentros. He desarrollado una buena capacidad para percibir a los demás por medio de sus gestos, del subtexto de sus decires, de su distracción y sus cuidados al tratar toda clase de temas. La ejercito mucho al entrar a la sala de juntas, donde Pedro nunca se sienta en el mismo lugar y los demás parecen desconcertados, y en esos momentos la veo magnífica, plantando su silueta perfecta, sabiéndose deslumbrante y deseable, todas las miradas de hombres y mujeres en ella. Me atiende casi con devoción y eso me halaga y me hace dudar, porque no sé muy bien cómo mostrarle que no se trata de un enamoramiento, sino de un deseo enorme. No es, lo sé, sólo el afán por poseer su cuerpo, sino algo diferente: tengo unas ganas locas de poseerla desde su cuerpo y no sé hasta dónde. Cómo hacérselo saber? No encuentro la respuesta, pero en las juntas me encanta verla entrar, acercarse y hablarme suavemente. La siento muy mía y eso me llena de orgullo, además de que me divierten mucho las reacciones de los asistentes: pretenden seguir en lo suyo, pero están en ella, cautivados. Ahora que por fin conocí su desnudez total, no la que fingen mis miradas, me empiezan a ocurrir cosas extrañas. En las juntas, nunca pierdo el hilo de lo que se está hablando; a veces parezco distraído, en otro planeta, pero no, en realidad estoy ahí, dándole vueltas a todo. Lo raro es que hoy me perdí: cuando entró Sonia, la observé y me surgió su imagen desnuda y entregada. Vi sus caderas, sus pezones erguidos bajo mi lengua, el vello del pubis, escuché su respiración y me absorbió el olor de su piel. De pronto, increíble, se estaban dirigiendo a mí, y la voz llegaba lejana, brumosa, como hablando en una lengua desconocida. Improvisé y salí más o menos bien, pero no me gusta llegar a esto. Debo controlarme y respetar las definiciones de los espacios. Hacerle el amor a Sonia podrá ser maravilloso, pero debe quedarse en su terreno, sin invadir a los demás. En fin, es un principio divertido para una buena pasión. No vale la pena preocuparse demasiado.

Me incliné muy cerca de su rostro y le hablé con voz baja y modulada, observando el espectáculo de la reunión, la conducta cautivadora de Pedro. Es un seductor profesional, capaz de someter a todos por su encanto y por ese curioso aire de suficiencia que, sin embargo --lo puedo asegurar porque lo he observado minuciosa, dedicadamente--, es en el fondo una burla irónica de sí mismo y de cuanto le rodea. Se divierte jugando con los gestos exteriores: su poder no surge del impecable traje de seda italiana, de la preciosa pluma fuente que garrapatea con tinta sepia en la papelería personalizada, ni del nudo perfecto de la corbata siempre sobria o del Rolex de acero o del academicismo de sus propuestas. Avalancha calurosa y múltiple, su poder surge de su interior, del inmenso desparpajo vestido de seriedad ejecutiva. Estuve muy atenta en busca de signos de una posible transformación interior que me dijera más de él, de los efectos que podría producirle nuestro banquete íntimo, y encontré un brevísimo trastabilleo, una distracción auténtica. Fui el motivo? No lo sé, pero quiero pensar que sí, que se sumergió en las profundidades del encuentro revelador de la verdad de nuestro lenguaje sin palabras, de la solidez de las intuiciones que tanto nos han unido. Fue hermoso percibirlo en ese instante mágico de duda, pero en mi interior comienza a crecer un cierto miedo por el habla. No sé si lo amo --quién puede saber ese tipo de cosas?--, pero no hay duda de que me encanta y lo deseo de una manera casi antropofágica, y mi deseo no requiere de nada salvo de su presencia, de la posibilidad constante de observarlo y de tenerlo a mi lado, tocándolo, jugando con los ritmos de su excitación, de su encantador anhelo de mí. Sospecho que las palabras tienen muy poco que ver en esto y, a pesar de la densa profundidad de nuestra cercanía cómplice, temo su posible efecto distorsionador sobre el lenguaje tan minuciosamente construido por ambos en las miradas que dicen todo lo informulable, lo inaprensible. Eso es lo mejor de nosotros: no lo arruinen, palabras, no interfieran en la comunión perfecta y déjenla en su propia inercia, veloz y poderosa. Quiero abandonarme, permitir que Pedro fluya en mí por caminos autoconstruidos a cada instante, con cada silencio, desde las miradas y la piel, pero en ese momento sentí otra intensidad en la mirada de Sonia: se dio cuenta, me conoce muy bien y ahora sabrá que no soy el mismo, que mi artificiosa maestría comienza a vulnerarse bajo su fuerza. Me preocupa porque no hay palabras para definir mi gusto por ella y no quiero que se enamore o, mejor, no quiero que lo haga de modo convencional. Debo hacerle entender eso, es fundamental, y cómo hacerlo. Será necesario hablarlo y romper nuestro silencio de siempre para poner todo en claro: te deseo enloquecidamente, más de lo que puedo manejar, pero no estoy enamorado de ti. El amor es una cosa complicada, llena de entendimientos, y yo busco otra comunicación contigo. No confundas: mi terreno de contacto es enorme y diferente, y mi desliz de hoy en la junta, que percibiste, obedece a otra cosa, no a una simple fantasía de enamorado. Estás en mi interior, vives en mí, pero como una ansiedad de ser en ti. Eso no es amor. O sí? No sé cómo llamarlo, pero es otra cosa... Está raro, muy abstracto y con demasiados peros. No son ideas claras, sino refutaciones de ideas también oscuras. Cómo decirlo? No sé, realmente no lo sé, pero debo hacerlo, ponerlo en palabras. Ellas deben ser la base para delimitar y hacer sin confusiones ni tonterías.

Dijo que no me ama, y de ahí se soltó un interminable discurso muy extraño en el que finalmente no hacía más que luchar con inusitada ferocidad para convencerme --y sobre todo convencerse a sí mismo-- de que no me ama. Su lenguaje, siempre tan concreto y directo, fue ahora como una película sin terminar, llena de cortes y regresos y desviaciones. Lo miré intensamente mientras se gastaba luchando por ponerle palabras a su angustia, que me quiere adjudicar a mí. Su negra mirada quería ser más penetrante que nunca, pero la percibí casi uniforme, lejana de su espléndida gravitación habitual. Su tono calmo y concentrado no fue sino la máscara lamentable de un aturdido debate interior sin frutos convincentes. Para qué lo hace, por qué juega al revés, cuál es el afán de transformar algo tan bello como nuestro entendimiento? No lo puedo creer: Pedro está inseguro porque la tersura común de sus haceres está sobresaltada por mí, y no entiende la belleza de su socavamiento, se asusta pequeño frente al inicio del correr sin destino. Juicioso y mesurado, esclavo súbito e inadmisible de la razón razonante, busca poner límites, trazar mapas, definir ámbitos, qué chistoso, pero rechacé internarme por esos caminos, no quiero regresarlo a tierra diciéndole cállate, tonto y todo como si tal cosa, y entonces me dijo, la verde mirada fija y complaciente, no te preocupes, no hay problema, esto es otra cosa. Me quedé idiotizado: no supe qué decir y me besó con pasión. Como cada noche desde la primera, nos poseímos en mi oficina. Hacemos el amor con lentitud. Yo busco retener todos los momentos, gozarlos hasta el límite y atesorarlos como experiencias únicas, irrepetibles. Ahora tuvo un liviano aire de reencuentro después de mis palabras. Ella conservó su silencio de siempre, diciendo todo con la vista. Después de mi sorpresa inicial, me tranquilizó mucho verla tan decidida. No se está enamorando y piensa lo mismo que yo: esto es otra cosa. Bien, qué bueno. Me siento más libre y suelto. Ahora sí puedo asegurar que no me distraeré de nuevo y todo volverá a su cauce. Sonia en su espacio, bello y deseable, y el resto de la vida en los suyos, aunque sé bien que cada minuto del día lo paso ansiando la hora de tenerla.

Hoy, cuatro días después del tropiezo público pero privado de Pedro, entré de nuevo a la sala de juntas y me invadió una tensión oscura y pastosa, qué ocurrirá, si se repitiera me halagaría pero poniéndome en guardia frente al trepidar de sus temores acallados. Prefiero el atisbo de su mirada corriendo profunda y juguetona por los asistentes, la mente hábil concentrada en escucharme sin perder detalle de la burda discusión exterior. Me perturbó pensar que se descubriera de nuevo amándome total, entregado a nuestras comuniones, a la plenitud que somos en la tibia soledad. Han sido cuatro días de amarnos locamente, pero cuidado con hablar, lo nuestro es el calor de la piel, la maravilla de sabores, visiones y contactos. No se puede formular este amor que nos arrolla, y tal vez él tiene razón y no me ama ni lo amo, pero eso no importa porque somos goce y entrega. Le acerqué unos papeles diciéndole cualquier tontería cerca del oído, deseosa de brevedad y vámonos, aquí no pasó nada, nos aguarda la noche placentera, y lo dije sin más: te amo, Sonia, y mis palabras fueron casi un suspiro igual a su yo también, Pedro, pero usted sabe, Sonia querida, que todo esto es desgraciadamente falso. Por eso le escribo, porque la amo y me ahoga la espera de ese beso espléndido que no me ha dado para que comencemos a escribir juntos la historia de nuestra pasión silenciosa.

Rodin, Augusto, El beso (1886) Mármol, 87 x 51 x 55 cm. Museo Rodin, París
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