Espacios Encapsulados
Simon François*
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Al llegar a México, ya sabía un poquito de la relación de los mexicanos con el tiempo, del ilustre "ahorita", tal como el famoso "ratito", y aprendí progresivamente el uso extensible del futuro perifrástico y su coincidencia cultural. Efectivamente, más allá de ser graciosa, esa flexibilidad temporal fue una de las cosas que de repente me impactaron por sus implicaciones en muchos aspectos de la vida social. Pero descubrí también, y con mayor claridad, en qué difería la relación de la sociedad mexicana con el espacio, o mejor dicho: con los espacios, respecto a los cuales crecí.
Ahora bien, hay un paralelismo obvio entre esa maleabilidad de la medida temporal y la vaga delimitación de los espacios privados y públicos en México. Caminando por el Centro Histórico, es algo de lo que uno se puede dar cuenta de diversas maneras. Es muy frecuente, por ejemplo, que dentro de un restaurante o un café lleguen a tocar músicos para pedir un apoyo económico a los clientes, a cambio de crear ambiente. Aunque ese caso pueda parecer común en otros países, lo que no lo es tanto y que me parece más significativo, es ver algún limpiabotas desplegar su propio negocio dentro del mismo espacio, aprovechando la clientela del café.
Recíprocamente, el café gana al ofrecer esa prestación en su lugar, y la clientela obtiene un beneficio de ese servicio auxiliar. A pesar de estar sentado principalmente para tomar una bebida o un tentempié, cualquier persona interesada tiene la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro: limpiar sus zapatos mientras realiza su consumo. Los dos negocios conviven en una forma de simbiosis, donde el café es el anfitrión, y el limpiabotas, o los músicos, los huéspedes. Como contraste, en algunas sociedades occidentales con una concepción más rígida del espacio, cualquier tentativa de penetración de un micro-negocio adentro de otro puede resultar muy conflictiva. Ahora bien, aquí, cuando se presenta un músico, el anfitrión le otorga espacio auditivo y espacial para tocar.
Asimismo, el metro del Distrito Federal es un lugar propenso a transformaciones en serie. En diferentes momentos del día, según la afluencia, un tren se puede volver un puesto de venta, y todo el metro en un mercado temporal. Aun siendo ilegal, lo importante es darse cuenta de que los usuarios lo aceptan y lo usan con mucho gusto. Por más que está considerado como una forma de parasitosis desde el punto de vista de la ley, sigue siendo un intercambio simbiótico dado que los vendedores vienen a llenar un vacío temporal y material, distrayendo a la gente de una cierta manera. Razón por la cual la casualidad de que alguien pase vendiendo algo sin saber lo que será ni si efectivamente pasará es muy admitida entre los pasajeros; de modo que, paradójicamente, lo imprevisible está muy enclavado en la rutina mexicana a través de esa concepción de espacios encapsulados y latentes. Por tanto, también el tema del espacio toca el del tiempo, puesto que uno influye sobre el otro desde esa noción de imprevisibilidad.
Entonces, muchos espacios privados o públicos están dispuestos a transformarse, haciendo de la vida urbana una serie de estimulaciones permanentes. Uno puede armar su puesto de venta en la calle, directamente sobre la vereda, siempre y cuando la cubra con una lona que delimite y señale el puesto, y que disponga mercancía encima. Obviamente, esa estimulación perpetua complica la aclimatación de uno que no creció dentro de ese ritmo de cambios, así que la vida cotidiana puede ser un verdadero reto, que cansa mucho por sus múltiples capacidades de sorpresa. Así que lo urbano se parece a un decorado de teatro plegable donde cada metro cuadrado puede convertirse en otra cosa.
De viaje, caminando en la ciudad de Monterrey, pasando bajo un enlace de autopista porque no había otra manera de cruzar (hasta donde sé), pensé: "estoy en el bastidor de lo urbano, lo que no se muestra". Desde entonces, ya viviendo aquí, me di cuenta de que eso suele pasar. De hecho, el ambiente mexicano se compone de muchos lugares, los cuales están, en otros países, escondidos o donde usualmente uno ni puede entrar ni acercarse. Pero, si bien es atrayente descubrir esos lugares ocultos, le cuesta a uno abrir nuevos caminos a través de lo que no conoce, y arriesgarse detrás de lo conocido.
El hecho de que el espacio mexicano es muy abierto, más de lo que se concibe en Europa, lo vuelve dispuesto a esos cambios y vías alternativas, lo hace propicio al hecho de que uno pueda apropiárselo por lo bueno y lo malo, y también genera otro fenómeno, que le cuesta trabajo entender al no-acostumbrado. Además de esa apertura, y del hecho que muchos negocios sean ambulantes (es decir, que no se encuentran en un lugar acondicionado para su función ni tampoco fijo), existe la necesidad de otros medios de señalización y comunicación que se adapten mejor a sus modos de venta. El negocio sedentario comunica más visualmente. En cambio, el ambulante lo hace principalmente mediante el sonido; incluso algunos tipos de vendedores tienen su proprio estribillo a fin de que la mercancía que venden sea identificada desde lejos. Una muestra de ello son los vendedores de gas (puesto que no hay un sistema físico de distribución) que pasan regularmente por los alojamientos en las mañanitas gritando «¡¡¡¡¡ ggggaaaaaaasssss!!!!!». Casi jamás he podido oír claramente la palabra, aunque ya sepa lo que venden y lo que dicen: pero combinando el timbre específico del grito con el momento del día, se sabe quiénes son. En este caso también, el negocio penetra el espacio íntimo del alojamiento, ya que la fuerza del sonido ofrece esa posibilidad, que no posee la imagen, de poder atravesar las paredes...
* Estudiante francés de Español 6
CEPE-CU, UNAM, México, D.F.