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La perfección del tiempo

Francisco Moreno*

Foto: Leo Reynolds **

John Mabrick era un hombre obsesionado con el tiempo. Para él, todo debía estar perfectamente cronometrado y en caso contrario se veía víctima de ataques de pánico cuya gravedad dependía del evento que no cumplía su agenda.

Con el tiempo, había aprendido a disminuir las posibilidades de retrasos, al igual que de adelantos y tiempos muertos al evitar ciertas cosas. Por ejemplo, nunca viajaba en el subterráneo ni en carro. Tampoco asistía a sitios en los que tuviese que hacer filas innecesarias.

Siempre llevaba consigo tres relojes, uno de bolsillo, uno de muñeca y el del celular. Todos perfectamente cronometrados; no había día que dejase uno pues creía que el tres era su número de la suerte.

Una jornada normal para John era más o menos así: se levantaba a las siete treinta, tenía quince minutos para vestirse, desayunaba en media hora, le tomaba diez minutos cepillarse los dientes y terminar de arreglarse antes de salir de casa. A las ocho en punto debía caminar treinta y ocho pasos hasta la primera cuadra justo cuando el semáforo marcaba el siga para el peatón. Le tomaba veinte minutos recorrer el resto del camino a su trabajo siguiendo una mecánica similar de perfecta coordinación entre semáforos y cruces.

A las nueve y media tomaba un refrigerio en el comedor de la empresa que duraba no más de quince minutos. Luego tenía cinco minutos para volver a su oficina tras los cuales habría de estar sentado seis horas con treinta minutos hasta su hora de salida. Veinticinco minutos le llevaría deshacer el trayecto de su oficina a casa. Dos horas y cuarenta y cinco minutos para preparar la comida, hora y media para descansar leyendo, treinta minutos lavando trastes, veinte para el aseo personal, una hora para organizar el itinerario del día siguiente y sólo cinco minutos para quedarse profundamente dormido.

Aquella rutina se repetía día tras día, sin ningún cambio significativo. Por lo mismo, John era un hombre reservado y poco sociable que disfrutaba del misterioso placer de la precisión del tiempo.

-John -dijo la voz a través de teléfono- deberías de salir al mundo, no puedes pasar tu vida encerrado. ¿Por qué no consigues una novia?

-Madre -respondió John molesto- no quiero una novia, y deja de decirme lo que debo hacer, ¡tengo treinta años!

-Sólo me preocupo por ti, si tan sólo hubiésemos hecho lo que el doctor Quivera...

John alejó el teléfono de su oído, había escuchado demasiadas veces aquel discurso sobre cómo debieron haberlo criado según aquel psicólogo de pacotilla, los problemas que "sufría" por la falta de relación con sus compañeros, el hecho de ser molestado durante la primaria por todos los niños...

Estúpida, pensó John molesto. Estúpida, estúpida, estúpida...

-...todo esto te lo digo porque te quiero Johnny.

Él suspiró resignado.

-Ya lo sé, mamá.

-Pero no te preocupes, todo saldrá bien en tu cita.

-Espera. Qué... ¿Qué cita?

-Con la hija del doctor Quivera, ¡te lo acabo de decir hace un momento! ¿No me estabas poniendo atención?

-Mamá, yo no quiero...

-Ya, ya. Asegúrate de llegar a tiempo, ella suele ser quisquillosa con lo de la puntualidad.

-Pero...

-Y lleva flores... ¡ah! Y no se te olvide....

John colgó molesto y lanzó el teléfono contra la pared. ¿Cómo se atrevía su madre a entrometerse en su vida?

Sus brazos temblaban agarrotados y con la barbilla comenzó a golpearse el hombro una y otra vez, mientras que trataba de controlar su respiración para calmar su ataque nervioso. Era lo mismo cuando de su madre se trataba, siempre le hacía mal hablar con ella.

Vio su reloj de bolsillo, las ocho. Lo comprobó con los otros dos relojes. Lo mismo. Sintió que una mezcla de rabia y frustración crecían dentro de él al igual que aquel tic.

Maldita sea... maldita... maldita...ya me ha hecho perder el tiempo...Y lo peor de todo, ¡salir con la hija de ese...!

Una hora le llevó el poder controlar su estado y otros treinta minutos el organizar nuevamente todo su tiempo. A las nueve y media pudo reestablecer su vida a la normalidad. Sólo le molestaba el hecho de haber perdido el tiempo y no lograr dormir en cinco minutos como cada noche. Sin embargo, un pensamiento le consolaba: no iría a la cita que le había arreglado su madre.

 

Pasó una semana hasta que su rutina recuperó por completo su curso natural. John había olvidado la cita que su madre había arreglado y su ataque no tuvo secuela alguna como temía que fuese a ocurrir. Se empezaba a sentir cómodo otra vez, cuando una tarde, al llegar del trabajo tras caminar sus veinticinco minutos, y abrir la puerta, su madre estaba esperándolo en la sala con el ceño fruncido.

-¿Se puede saber por qué no fuiste a la cita con la hija del doctor?

John no contestó. El silencio y la atmósfera cargada fueron aplastantes durante el tiempo en que él calló.

-¿Y bien?

-No tenía ninguna obligación de ir -respondió John con aplomo.

-¿Sabes el ridículo que me hiciste pasar? -dijo su madre ignorando sus palabras- El tener que justificar por qué mi hijo no fue a la cita con su hija.

-¡No tenías por qué justificar nada! ¡Ni siquiera debiste hacer esa cita en primer lugar! -gritó John molesto.

-¡No me hables así, John! Ahora, lo que vas hacer es esto...

Él se escudó en su reloj de bolsillo, el cual sacó del pantalón y comenzó a mirar atentamente tratando de no prestar atención a su madre. De un manotazo, ella lo botó al suelo gritando: ¡Mírame cuando te hablo!

John comenzó a temblar, su reloj había producido un horrible sonido al golpear el suelo, un sonido que le atravesó como si le hubiesen disparado. Súbitamente sintió la ira golpeándole los oídos, junto con toda la rabia contenida durante años.

-Fuera de mi casa -dijo casi susurrando.

-¿Qué dijiste?

-Fuera de mi casa, fuera de mi casa -su tono de voz cada vez más se fue elevando-, fuera de mi casa. ¡Fuera de mi casa! ¡FUERA DE MI CASA!

John no oyó el azote de la puerta mientras su madre salía indignada con lágrimas en los ojos murmurando "... si tan sólo hubiésemos hecho lo que el doctor Quivera nos dijo...". Se había agachado para recoger con ternura su reloj, lo tomó con suma delicadeza como si de un bebé se tratase y lo levantó para ver si estaba bien. Lenta y minuciosamente, inspeccionó el reloj por todas partes. Parecía que no le había ocurrido nada salvo unos rasguños en la tapa. El sonido de los engranes moviéndose le eran reconfortantes.

El ataque nervioso de aquel día le duró menos tiempo que en otras ocasiones aunque fue mucho más violento. Sin embargo, se sentía liberado, al igual que si se hubiese quitado un peso que le sofocaba. Sabía que durante los próximos días tendría que soportar volver a poner su rutina en orden pero le consolaba el hecho de no oír a su madre aunque fuese por un par de meses antes de que le llamase para tratar de hacer las paces.

Aquella noche, a pesar del ataque, logró dormirse en cinco minutos. Pero mientras lo hacía, su reloj de bolsillo sufrió los verdaderos estragos de haber sido arrojado al piso...

Al día siguiente, John se levantó a su hora usual, desayunó, se arregló y salió de casa, sólo que esta vez, al caminar treinta y ocho pasos y llegar a la primera cuadra, el semáforo estaba en alto. Aquello le inquietó. Estaba seguro de haber salido a tiempo. Sacó su reloj de bolsillo. Las ocho seis. Un minuto tarde. No es posible, pensó mientras revisaba el de su muñeca. Ocho tres. Con manos trémulas tomó su celular y leyó: ocho diez.

Su barbilla inició el golpeteo contra su hombro. Aquello no podía estarle pasado. Un reloj desacompasado era posible, pero ¿los tres? ¿Cuál tenía la hora correcta?

El semáforo cambió a siga y John cruzó corriendo la avenida hasta llegar a una tienda.

-Es una emergencia, ¡qué hora tiene! -dijo John, apenas entró al pequeño local, sorprendiendo al encargado y a un cliente.

-Son las...- dijo consultando su reloj el encargado.

-Ocho diez

-Ocho once

Respondieron casi al unísono cliente y encargado. John palideció. Salió tambaleándose de la tienda. Su barbilla golpeaba cada vez con más fuerza su hombro a pesar de todos los intentos que hacía por controlar su respiración.

Calma Johnny, calma. Toda va a estar bien, ¿Qué son uno, o d... dos... min... minutos? Pensaba cada vez más angustiado. ¡Esa maldita! ¡Esto es su culpa! ¡Su culpa!

Sus brazos le dolían de lo entumecidos que estaban por tanto apretarlos.

Todo estaba bien hasta que se le ocurrió la brillante idea de aventar mi reloj. ¡Maldita! ¡Como si no fuese a dañarse! Pero ya se enterará. La próxima vez que se le ocurra hablarme... voy a cobrarle la compostura de mi reloj... se la voy a cobrar ¡vaya si lo haré! Con paso apresurado caminó rumbo a su trabajo. El reloj de la computadora... en internet... en cualquier sitio debe estar la hora exacta...

Cruzó corriendo las calles, sin importarle si tenía su ritmo o no, rompiendo su metódica rutina. Poniendo, a cada paso, en peligro su vida, sólo por saber la hora...

Aun cuando varias ocasiones estuvieron a punto de atropellarlo, llegó sin percance alguno al trabajo. Sin detenerse ni para tomar aliento, se dirigió al checador, estaba seguro de que aquel aparato tenía un reloj incluido.

Nueve tres. Rápidamente sacó el reloj de bolsillo para comparar la hora. Estaba atrasado por casi diez minutos. Tanto su celular como el de muñeca discordaban con el checador.

La barbilla le dolía de tanto golpearse, su cabeza había empezado a sacudirse en un tic que le lastimaba el cuello. Sus manos eran un caso similar. Él respiraba cada vez más fuerte e incluso llegaba a contener el aliento tratando de calmarse.

Caminando tan rápido como sus tics lo permitían, llego a su oficina. Encendió la computadora con la esperanza de encontrar ahí la solución para su ataque nervioso. Nuevamente el resultado fue el mismo. Ninguno de sus relojes concordaba con la hora de la máquina. Para colmo, no había internet.

Sin poder contenerse, comenzó a pisotear con el pie una y otra vez el suelo. Otro tic no por favor... ya no... pensaba adolorido y con ojos llorosos al ver que no podía parar.

De pronto una idea llegó a su mente: ¡La tienda de relojes! ¡Ahí encontraría la hora correcta!

Se levantó y comenzó a correr rumbo a la calle. Debía cruzar dos cuadras en la dirección opuesta a la de su casa. Ahí, al asomarse por el escaparate, vería la hora correcta. Aquella que todos los relojes (o al menos la mayoría) marcasen.

El entumecimiento de su cuerpo, el dolor por los golpes y la falta de aliento, hacían casi imposible el correr para John, quien sentía que en cualquier momento colapsaría si el ataque no se detenía. Tenía que llegar a la tienda, y pronto.

Cada vez estaba un poco más cerca, pero los espasmos se presentaban con mayor fuerza, el cuerpo le dolía y podía ver cómo la gente se le quedaba mirando al pasar a su lado. Muchos se alejaban de él.

John sentía que lágrimas de desesperación escapaban de sus ojos. Por favor... por favor... por favor... que esto termine...

Cuando al fin llegó a la tienda y vislumbró los relojes, el semblante se le iluminó y una leve sonrisa esperanzada surgió entre sus labios. Pero murió con la velocidad con la que había aparecido, su semblante se tornó pálido y sus tics se hicieron más violentos.

Todos los relojes que se veían, marcaban horas diferentes. John parecía estar convulsionando, no podía controlarse más. Claramente escuchaba el crujir de los cientos de engranes al otro lado del vidrio. Lo que un día le había causado alegría y tranquilidad, ahora lo estaba enloqueciendo. Uno por uno, los relojes comenzaron a sonar escalonadamente dando la hora en punto, cada uno con su sonido característico. Cientos de golpes graves, agudos, chirriantes... el canto de los cucús en los relojes viejos, las alarmas de los más nuevos. Todos estaban sonando, creando un ruido infernal que acompasaba el ataque nervioso de John; ambos, en un continuo crescendo.

Cuando las autoridades y emergencias se llevaron a John sedado y en camilla de la calle, había un gran grupo de curiosos reunidos a su alrededor, incluida su madre.

Muchos declararon haber visto y/o escuchado cómo John estrellaba su cráneo contra el aparador de la tienda de relojes hasta quedar como lo habían encontrado los de emergencias: tumbado en el suelo con convulsiones esporádicas y la cabeza bañada en sangre.

Mientras lo transportaban en la camilla su madre, llorando, se lamentaba: "... si tan sólo hubiésemos hecho lo que el doctor Quivera nos dijo..."

* Profesor de Español
CEPE-CU, UNAM, México, D.F.

** Leo Reynolds. Thttps://www.flickr.com/photos/lwr/24894705383/