Reto a la naturaleza
Beatriz Cuatepotzo*
Se asoma lentamente la alborada, empieza a despuntar suavemente el día, en esa pequeña casa de madera con techos de láminas de asbesto y rústicas ventanas donde circulan esos aires puros de las zonas altas de una cordillera de Puebla. Es una localidad espesa de vegetación, ubicada a las faldas de los gigantescos cerros, llamada Ahuazotepec. Ahí vive Julián, de doce años de edad, hijo mayor de una familia indígena, compuesta por sus padres y dos hermanas, Ana, de diezaños, y Lupita, de ocho.
La madre, dedicada al hogar y, a su vez, de forma empírica, pero detallada, diseña la indumentaria de alegres colores que porta cada miembro. Su padre, campesino de toda la vida, siembra maíz y hortalizas, lo que permite alimentar a su familia. Originarios del lugar, se rigen por sus costumbres; hablan el náhuatl, su lengua materna, aunque los niños también dominan el español.
Diariamente Julián y sus hermanas acuden a la primaria que se encuentra en el pueblo, teniendo que hacer un recorrido de casi una hora de camino para llegar a dicha escuela. En su extensa caminata, cruzarán largos puentes sobrepuestos por los comuneros, para librar dos grandes ríos, con aguas cristalinas que permiten vislumbrar pequeños peces de brillantes colores que hacen contraste con el resplandor del día, además de un sinfín de reptiles y anfibios inofensivos, que es como los perciben los niños. Juguetones, inquietos, liberados de toda preocupación, hacen sus recorridos, ocultándose tras los matorrales para jugar malas bromas unos a otros y lograr que el trayecto sea más liviano.
Julián, el más apegado a la madre, la acompaña al mercado o a diferentes compras cuando ésta se lo pide. Conoce perfectamente caminos, veredas y atajos para trasladarse al pueblo, lugar donde se concentran los diferentes servicios y el abastecimiento de diferentes productos necesarios para los pobladores. Sus hermanas prefieren ayudar en casa o buscan escabullirse con tal de evitar las caminatas. Las vías de comunicación y transporte son escasas, por lo que sus medios de traslado son a pie o cabalgando algún caballo en caso de contar con alguno, pues la solvencia de las familias es precaria.
Una tarde muy lluviosa, con truenos ensordecedores y relámpagos que alumbraban hasta donde la vista alcanzaba, el padre enfermó súbitamente: el dolor estomacal, de cabeza, acompañado de náuseas, se iba acrecentando paulatinamente. Las mujeres de la casa, profundamente angustiadas y temerosas por el escenario, sentían gran incapacidad para decidir qué hacer con Don Arcadio, el papá y jefe de familia. Después de largas horas y, al no cesar la tormenta, fue entonces cuando el pequeño Julián, con gran valentía y determinación, se ofreció ir al dispensario del pueblo a buscar ayuda. Su madre, indecisa, sin saber a qué sentimiento obedecer, si al de madre, al permitirle correr peligro al chiquillo intrépido al salir de casa, o al de esposa, viendo cómo padecía y aumentaban paulatinamente los sufrimientos de su compañero de vida.
En una crucial determinación de la familia, salió Julián en medio de la fuerte lluvia, no sin recibir previamente un sinfín de recomendaciones y súplicas de su madre. Forrado con harapos y hules de pies a cabeza, huye velozmente en busca de su objetivo, traer algún remedio para su papá. Nunca imaginó lo crecido de los ríos y el tambalear de incipientes puentes hechos de frágiles maderas y mecates con añadiduras. Tenía que buscar la forma más segura y práctica de pasar esos ríos. Meditabundo y con gran sensatez para su corta edad, se detuvo observando lentamente todas las posibilidades. Por momentos permitía a su mente fantasear y divagar buscando grandes estrategias, volcándose en esos personajes de ciencia ficción, alentando fugas súperpoderosas para llegar a su destino. Por otra parte, recordaba las enseñanzas de su madre y se encomendaba a sus ancestros, al universo, a su dios, ese dios invisible pero que necesitaba que estuviera con él en esos momentos.
De repente, creyó escuchar a los lejos unos gritos, pero no les dio importancia, eran más estridentes los relámpagos y el rugir del viento que esa voz lejana. Pensó que su angustia lo hacía imaginar ruidos inexistentes. Caminó a las orillas del río crecido, cuando bruscamente alguien lo tomó fuertemente del brazo, jalándolo y ocasionando que el chiquillo se asustara. Era un anciano, muy fuerte y visiblemente encorvado, uno de los más longevos habitantes y cuidadores del pueblo. El viejo desconocía todo lo que le acontecía a Julián, por lo que repentinamente emanó un duro regaño, pensando que andaba fuera de casa por deleite. Una vez concluido el regaño, Julián explica su presencia en el lugar con ese temporal y suplica orientación al conocedor anciano para cruzar el río lo más pronto posible. El viejo conocía perfectamente al padre de Julián, quien era muy estimado en la comunidad.
Inmediatamente ordena al chiquillo ir a una casucha techada muy cerca de ahí y traer las sogas colgadas de las paredes de ese lugar, el cual funcionaba como base para los cuidadores del bosque y del poblado. Incrédulo obedece, desconociendo qué quería lograr o cómo ayudaría el traer esos objetos. El anciano lió a su espalda y cintura la soga y del otro extremo, amarró sin lastimar firmemente la cintura del niño. Era una soga delgada, lo que permitiría maniobrar cuidadosamente en caso de un accidente. El viejo, con gesto adusto, le preguntó al niño si tendría la valentía suficiente para cruzar los puentes detrás de él, a lo que sin titubeos Julián respondió con gran seguridad de forma afirmativa.
Le enseñaría con gran orgullo la destreza de manejar esos puentes que por años atravesó en situaciones semejantes, además de conocerlos palmo a palmo, pues claro, él los había construido y adaptado a las necesidades de los pobladores. Temeroso, pero convincente, Julián iba siguiendo sigilosamente al viejo, quien llevaba muy bien atadas las cuerdas que aseguraban al niño, con pisada firme y sujetándose con ambas manos a las cuerdas colocadas tantos años, lograba dominar el puente y ese caudaloso río que deseaba envolverlos en sus agitadas aguas. Fue interminable ese trayecto; al pisar tierra del otro lado del puente, el viejo le indicó a Julián que bebiera agua del río y que le agradeciera haberle permitido salvar su vida. Atónito, con mucho respeto, hizo lo que se le indicaba. Sin preguntar absolutamente nada, con los ojos llorosos, besó tiernamente la mano del longevo en forma de gratitud y reconocimiento a su sabiduría ancestral. Agotado, prosiguió su camino sin dar la menor importancia a lo mojado de sus ropas; de manera introspectiva, visualiza el reto que le había impuesto la naturaleza y la intuitiva fortaleza que sentía por haber desafiado tan temibles atrocidades, acto que le permitía llenarse de júbilo.
A su llegada al dispensario, se había calmado la lluvia. Empapado y mostrando su angustia, explica a los galenos lo que le acontecía a su padre y la urgente necesidad de darle algo para que se recuperara. Sin miramientos y considerando todo lo vivido por el chiquillo durante su travesía, el encargado sale a brinda auxilio en un triste vehículo, que más parecía chatarra para el desfiladero, pero no contaban con algo mejor. El regreso a casa sería largo, pero anhelaba llegar lo más pronto posible para brindarle apoyo a su padre y regresar el sosiego a su madre, que sabía de su preocupación.
Días más tarde, ya recuperado el padre, observaba orgulloso y perspicaz a Julián. Deseaba poder adivinar cómo encausar esa astucia y lograr que ese pequeño se transformara en un hombre de bien. La fortaleza de la familia estaba bien cimentada; se transferían la seguridad y el amor, sentimientos y virtudes que en muchos lugares se han ido perdiendo poco a poco.
Imagen: CNR
*Estudiante de México, Taller de Crónica Literaria
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México
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