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Hay parques

Diane Lyons*
Foto: Diane Lyons
Foto: Diane Lyons, Otoño

 Hay parques tan llenos de parejas enamoradas que se sientan a la puesta del sol en los bancos viejos y que se besan y se cuchichean palabras amorosas y promesas que nunca serán cumplidas, tan ruidosos de niños riendo y carcajeándose mientras se suben y bajan de los columpios y del sube y baja, tan memorables en un sentido triste por haber sido el lugar en el que el año pasado secuestraron a un inocente niño de cuatro años que en ese horrible momento sólo pudo dejar su grito y su bicicleta con la rueda trasera todavía dando vueltas en mi memoria, tan misteriosos mientras contemplo las hojas otoñales que susurran y giran locamente tocando primero la tierra y luego el cielo en un interminable círculo que se mueve como si estuviera bajo el encantamiento de un mago, tan desolados porque desde el día del secuestro ninguna de las madres permite que sus hijos jueguen solos, tan coloridos con la llegada de la primavera -donde uno puede apreciar lo brillante de los tulipanes morados, rojos o amarillos, de los narcisos inclinando sus cabezas blancas como si hicieran una reverencia a la Madre Naturaleza y de los jacintos rosas y morados que exhalan un perfume enloquecedor -que parecen un cuadro de Monet-, tan consoladores para las mujeres rendidas por las horas de trabajo en casa y que ahora caminan lentamente al parque una hora antes de la llegada de los esposos –que regresan hambrientos de sus trabajos- para leer la novela o el libro de poesía que había estado sobre su mesa de noche durante meses recogiendo polvo y que hasta hoy sólo había sido otra cosa que desempolvaron, tan alegres mientras una niña de seis años celebra su cumpleaños jugando al escondite, corriendo con enormes globos y comiendo deliciosos platos de fajitas, tamales y tacos con su familia y amiguitas ignorantes del secuestro del año pasado, tan llenos de chavos afortunados que juegan al béisbol año tras año desde que tenían seis, celebrando sus jonrones y enorgulleciendo a sus padres, quienes los miran con ojos lagrimosos –felices por sus hijos y tristes por sí mismos, porque no pudieron jugar debido a sus largas jornadas calurosas trabajando con sus hermanos y familiares en la granja, cosechando con las manos el maíz para que la familia pudiera sobrevivir-, tan pacientes en espera de que los niños, las madres y las familias se detengan y aprecien la belleza, la tranquilidad de la naturaleza con que Dios nos bendijo, el canto de los pájaros innumerables y coloridos de ese lugar de reposo (sin televisiones, sin teléfonos celulares, sin los gritos de los jefes, sin la congestión del tráfico) que los invita a descansar como en el séptimo día de la creación, que no tienen árboles.

* Estudiante de Conversación Avanzada
ESECH-UNAM en Chicago, Illinois, EUA