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Un Viaje a Chumayel

 Yoshiki Sakumoto*

Un día de abril en 2006 fui a ver una fiesta patronal de un pueblo del estado de Yucatán, que se llama Chumayel, famoso por el libro del Chilam Balam.

En aquel entonces yo estudiaba antropología en Mérida, por eso cada vez que tenía oportunidad visitaba los pueblos para ver las fiestas. Sobre todo esa vez yo tenía mucha expectación porque me habían contado que es una de las más tradicionales y más concurridas de la región.

Llegué al mediodía, pero en el centro sólo había unos pocos hombres que preparaban las rejas y sillas para la vaquería y la plaza de toros para la corrida. Comí en una taquería y fui a ver la procesión de un gremio, que hace procesiones durante dos días, un día hacia la iglesia y el otro día hasta la casa del presidente del grupo.

Mientras avanzaba la noche, el centro se llenó de gente. Todos, de los niños a los mayores, vestían un traje regional. Los hombres con guayabera y pantalones blancos, con sombrero blanco y pañuelo rojo. Las mujeres, bien peinadas, con aretes y collares de oro, y con traje con bordados preciosos de colores primarios que luce más con el cuerpo atractivo de las yucatecas.

El tiempo pasó rápido y muy divertido; sin embargo, me puse nervioso cuando me enteré de que ya se había ido el camión de regreso, y no había hotel en el pueblo. Muy triste sin saber qué podía hacer, estaba sentado en frente de la iglesia, viendo la vaquería de lejos y estaba casi dispuesto a pasar la noche al aire libre.

De repente vinieron unos hombres para lanzar cohetes. Eran los que había conocido en la procesión de la tarde. Como última esperanza, les hablé y les conté mi situación. Y, por fortuna, un señor, Alfonso Chan Chan, de 70 años de edad, viejito, delgadito y encorvado, me ofreció una casa pequeña que está junto a su casa. Pero al llegar a su casa, se puso molesto.

-Dicen que hoy llegó mi sobrino y que se llevó la llave de mi casita. Uno no debe hacer así. Tiene que pedirme permiso, ¿sí o no? Si me la pide, no se la negaré. Bueno, pero ahora, gracias a Dios, la puerta está abierta. Deja tus cosas allá y acuéstate en hamaca. En ese momento me di cuenta de que estaba un poco tomado.

-Muchas gracias, señor. Ahora regreso al centro para seguir viendo la vaquería.

-Bueno, yo no voy porque tengo consulta mañana temprano, a las 7. La última vez, tomé con mis cuates el día anterior y me quedé dormido. Y me regañaron en el hospital. Así que no voy. Pero si dices que vas, yo te acompaño hasta el centro. Nada más te acompaño, no voy a tomar.

Pero, en el centro se encontró con sus cuates, claro, se fue con ellos a tomar y no regresó a su casa hasta la madrugada.

Después de la procesión del día siguiente, al terminar todas las ceremonias del gremio, se hizo pachanga con música de charanga. Prepararon una bebida con tequila y jugo de bolsa en una cubeta (¡¿quién sabe para qué la había usado?!) y me invitaron con cara de confianza. Claro, la acepté con mucho gusto. Pero en un rato se emborracharon todos y un chavo gay se me acercó y me quiso tocar, llamándome "papi." Así que me escapé corriendo.

Unas horas después regresé a ver al señor y, a la vez, a despedirme. Ya era la hora de la salida de camión. Si no hubiera tomado el señor, esta despedida habría sido algo bonita. Bueno, de todas maneras, fue algo inolvidable:

-Ya tengo que irme. Muchas gracias por todo, señor.

-¿Ya te vas? Bueno, me da mucho gusto conocerte. -estaba muy borracho- Eres mi cuate, y ya sabes que aquí tienes tu casa.

Hablaba, pero ya no se abrían sus ojos y hasta salía espuma de un lado de su boca: -Puedes venir cuando quieras. Pero esta vez mi sobrino se llevó la llave sin pedirme permiso. Eso no se debe hacer porque es mía. Si me pide, la presto con mucho gusto. Pero esta vez….

 

* Estudiante japonés del curso de Crónica
CEPE-CU, UNAM, México, D.F.